domingo, 28 de agosto de 2011

Cap. 41. Estatuas de sal o cómo perder el amor propio


Siempre tuvo miedo a llamar la atención. A vestirse de colores estridentes y a hablar por encima de la media. Siempre calló cuando le estaba permitido –e incluso aconsejado- hablar. Solo un susurro de asentimiento envuelto en una media sonrisa daba cuenta de su presencia. La perfecta anfitriona y compañera, decían de ella quienes querían aprovechar su hospitalidad. Y así era, porque mucho tiempo atrás el miedo a la soledad le hizo adoptar posturas imposibles, cual acróbata circense que salta y se retuerce intentando leer el tatuaje q tiene en la nuca. Ni un atisbo de rebeldía. Porque los rebeldes, decía su madre, se quedan solos.
Y así, un soleado día de mayo después de un monumental rapapolvo olvidó lo que quería ser y se fue transformando poco a poco en un puzzle, incompleto y lleno de defectos, de lo que todos querían que fuera.
Y empezó a diluirse, a perder color como un dibujo pintado con tiza en una acera bajo la lluvia. Como el maquillaje del payaso desolado que llora tras salir de la carpa donde hizo reír a otros.
Primero les tocó a los dedos de los pies, pero no le dio importancia, porque siempre le parecieron terminaciones absurdas. Luego fue el resto. Hasta el tobillo. Nadie lo notó, porque de tanto intentar que no se escuchasen sus pasos, el sonido se ausentó de su cuerpo. Y después las rodillas. Esas que olvidó flexionar cada vez que un pedazo de su dignidad caía al suelo, empujado por un desprecio airado de quien se aprovechaba de su generosidad. Tampoco entonces le pareció tan grave que su cuerpo se tornara de tonos grisáceos, perdiendo su lustre.
Entonces llegó al ombligo, que saltó hacia afuera, como empujado por un resorte interno: la apatía. Pero tampoco pudo verlo, porque estaba demasiado ocupada bajando la cabeza para ignorar la mirada altiva de aquella invitada –antaño su amiga- que le increpaba porque la temperatura del vino que había servido por su cumpleaños no era la adecuada para un crianza.
En ese momento, el pétreo gris comenzó a instalarse en sus manos, su cabeza y su cara. Ya no podía pensar, pero aún podía sentir angustia. Se estaba convirtiendo en la lápida de su propia integridad. Y esa especie de neblina plomiza comenzó a aprisionar la caja torácica. Desde el cuello, los brazos y el diafragma hacia el centro. Sintió que le faltaba el aire y que los pulmones comprimidos no lograban expandirse, pero, como siempre, prefirió resignarse y respirar suave, cada vez más levemente. Y el corazón, a pesar de todo, siguió latiendo, rebelde y solitario, muy solitario -recuerden-, como todos los rebeldes.
Y resultó que aquella losa en que se había convertido su cuerpo, ejerció de altavoz para que sus latidos se escucharan fuera del cuerpo. Primero despacio, luego acelerados por la falta de oxígeno. Desacompasados como la primera vez que la besaron. Como cada vez que soltaba una de aquellas estridentes carcajadas que hace mucho tiempo acalló para no volverse de un blanco luminoso. Porque el blanco es el color de la novia, y es de muy mal gusto robarle en protagonismo en su día y siempre era la fecha adecuada para otra, Incluso cuando le tocó a ella.
Pasó a su lado una vez más, queriendo ser la mujer perfecta y se sintió encoger. No la vio, porque ni siquiera quiso mirarla. Y ella quiso hacer callar al corazón, desbocado, encerrado en aquella jaula antediluviana que ella misma había construido.
Pero esta vez, aunque el resto de su cuerpo hubiera obedecido y se hubiera vuelto tan gris como el cielo que descarga sus iras sobre el garabato de tiza, el corazón no quiso. Y alguien, de pronto, lo escuchó, batiéndose en duelo con los sonidos de las copas entrechocándose, las risas inventadas y las disertaciones enológicas.
Puso una mano sobre su hombro. La miró y dijo algo que ella no pudo oír, pues la piedra, el gris, se había incrustado también en sus tímpanos. Pero sonrió. La miró y sus labios formaron una ‘c’ perfecta que miraba hacia las estrellas y, sin quererlo, se resquebrajo y dejó que la timidez se descascarillarse. Como si le arrancaran la piel. Y esbozó un amago de sonrisa. Una línea horizontal que le recordó más a la mueca tragicómica y un tanto tétrica del payaso.
Pero fue el primer paso para comprender que, para evitar convertirse en un arco iris, había dejado que el miedo le absorviera el ánima y la convirtiera en una estatua; bella pero inerte. Suerte que alguien, sin quererlo, la volvía a dotar de vida.
En ese momento se sintió como el árbol que cae inexorable en medio del bosque. Como ese que se desploma reconfortado porque hace ruido y hay alguien para escucharlo y certificar que sí, que efectivamente, los árboles también emiten un quejido al romperse antes de tocar el suelo.
Y lloró. Lloró de pena, de agradecimiento y quizá también de alegría. Con esa confusión de sentimientos que fue resquebrajando aún más la piedra. Volvía a sentir gracias a una mirada directa y compasiva que encerraba algo mucho más complejo. No era lástima lo que transmitían aquellas pupilas, era comprensión.