Hubo una época en la que se me daba bien hablar en público. Mi madre tuvo a bien decir que en aquellos tiempos me exhibía como un pavo real. Me ponía frente al auditorio y hacía lo que fuera: una obra de teatro, un concurso de debates o una lectura desde el púlpito de la iglesia. Entonces, como el ave despliega la cola de colores, yo abría la mejor de mis sonrisas y leía, hablaba, recitaba lo que fuera preciso y lo disfrutaba. Hasta cantaba. Y, excepto en lo de cantar, era buena, podéis creerme. Lamentablemente, una característica que me sería tan útil en los tiempos que corren, ya no me acompaña.
En los últimos años he 'redescubierto' una timidez que creía haber abandonado en la adolescencia junto al acné, un compañero que, gajes del oficio, también ha regresado con esta segunda y absurda pubertad que estoy viviendo. Sé que nada de esto os importa. A nadie le interesa que le cuenten la vida de otro si no es tan absolutamente fantástica como para generar envidias o tan lamentablemente desgraciada como para compadecerse de su propietario. Pues bien, no pretendo ni lo uno ni lo otro. Solo justificar el uso de este soporte para deciros las cosas que no puedo decir de viva voz cuando os convertís en auditorio.
Disculpadme por esto. Por hacerlo así. Porque para alguien impulsivo y de nuevo temeroso, el papel sirve de parapeto, de escondite y de manta para no olvidar nada y para no decir nada inconveniente. No dejo de tener una personalidad esclava de la timidez y mendiga de cariño. Y como tal, mis miserias y yo hemos encontrado en las letras las cajas de cartón para crear una suerte de casa en la que guarecernos. Y de eso va esto: de amigos, auditorios, letras, luces y mucha timidez.
Eso es lo que quería contaros. Así es como llegué a esta ciudad. Mendigando cariño y escondida tras mi casa de cartón y papel. Pidiendo una aceptación que no encontraba en una vida anterior que tampoco viene al caso contar. No importa si fui cucaracha o mariposa, porque durante años huí de la realidad sumergiéndome cada tarde en libros que me hubiera gustado escribir y en 'manchurrones' de tinta sobre papeles mojados que no llegaban a ninguna parte. Hasta que os encontré.
Fuisteis apareciendo uno a uno. Primero fue un haz de luz en un pasillo, frente a una clase vacía. Después vinieron otras dos luces, justo delante. Poco después, otra más, que iluminó a una persona entonces pequeña en lustros, pero grande en espíritu. Más tarde, llegaron otras: en una reunión de amigos, en una redacción, al otro lado del charco... todo para no dejar que caminara a oscuras.
Fueron las primeras luces en una década plagada también de sombras. Pero no voy a lamentarme por eso. No rechazo los momentos de oscuridad. Han hecho que aprecie cada fotón que se desprende de las más de 20 luces que me acompañáis cada día, aunque cada una huya de sus propias sombras.
Nunca os hablé las que a mí me perseguían. Ni de los golpes que sacuden la conciencia cada vez que me equivoco de palabra o de dirección. No lo hice. Lo he evitado de la misma forma que he evitado contaros que, a veces, lloro a escondidas para luego poder reírme de todo.
Por eso, el día que tuve que colocarme ante vosotros, con todas vuestras luces enfocándome en medio de la oscuridad, no supe que decir y me hice pequeñita. Deseé poder escribir. Encerrarme en un rincón, para llorar mientras pongo sobre un papel todo lo que significa esta ausencia de soledad para mí. Porque eso es lo que nunca os dije: que vuestros minutos conmigo son la ausencia de ese sentimiento en el que me refugio para hacerme daño con los recuerdos.
Y creo que ha llegado el momento de agradecer y confesar. De agradecer cada instante de vuestro tiempo, cada sonrisa y cada pensamiento positivo. Incluso de daros las gracias por cada lágrima arrancada y derramada en mi presencia, precisamente porque hace mucho tiempo elegí que las mías fueran siempre solitarias.
Y también es tiempo de confesar que quizá no soy lo que creéis y lo que esperáis. De deciros las cosas que nunca os dije. Como que colonizo cada uno de vuestros triunfos y presumo de ellos. O de reconocer que los ostento con orgullo en vuestro nombre ante los ajenos, como si yo hubiera tenido algo que ver en la consecución del mérito, por absoluta vanidad.
Tampoco os dije que los malos tiempos, mi tristeza se alimenta de vuestras penas. Las fagocita, deseando que, de pura glotonería, sea yo la que cargue con el sobrepeso de una época aciaga.
Nunca os conté que todas y cada una de mis lágrimas tienen un porqué, pero prefiero callarlo. Ni que tengo envidia de vosotras, porque sois todo lo que siempre quise ser sin tener que esforzaros. También de vosotros, porque no tengo la gallardía de cantar a voz en grito, o de reconocer quién soy realmente aunque hacerlo me cueste una batalla sin cuartel contra el mundo. No soy tan valiente. Quizá por eso esto tampoco os lo dije.
Nunca me atreví a deciros que a veces, cuando me siento triste, os utilizo para comprimir el tiempo, para no dejar que las horas se estiren como una goma y me acaben atando a las preocupaciones.
No os conté que, cada vez que me presento ante vosotros, mi timidez vive del miedo a ser una decepción. Del pánico a no ser especial y sí diferente. A ser inaceptable como un reproche injusto. No os dije que se alimenta del pavor a no tener nada nuevo que aportar en un cónclave lleno de genios. Porque eso es lo que sois para mí: un conjunto de sabios un poco locos que acabarán por crear escuela. Un haz de luz que acaba con la oscuridad, pero que hace que se generen otras sombras. Pero no os preocupéis por eso, los fotones son cosa vuestra; los puntos umbríos, de mi inseguridad.
En cualquier caso, gracias por iluminar mis días y no cobrarme la factura. Me consta que ser tan brillantes no siempre os ha salido barato.
Un besote a todos!!
Un besote a todos!!