jueves, 13 de marzo de 2014

Cap 42. De amigos, premios y confesiones o cómo encontrar la luz (sin llegar al final del túnel)

Hubo una época en la que se me daba bien hablar en público. Mi madre tuvo a bien decir que en aquellos tiempos me exhibía como un pavo real. Me ponía frente al auditorio y hacía lo que fuera: una obra de teatro, un concurso de debates o una lectura desde el púlpito de la iglesia. Entonces, como el ave despliega la cola de colores, yo abría la mejor de mis sonrisas y leía, hablaba, recitaba lo que fuera preciso y lo disfrutaba. Hasta cantaba. Y, excepto en lo de cantar, era buena, podéis creerme. Lamentablemente, una característica que me sería tan útil en los tiempos que corren, ya no me acompaña.

En los últimos años he 'redescubierto' una timidez que creía haber abandonado en la adolescencia junto al acné, un compañero que, gajes del oficio, también ha regresado con esta segunda y absurda pubertad que estoy viviendo. Sé que nada de esto os importa. A nadie le interesa que le cuenten la vida de otro si no es tan absolutamente fantástica como para generar envidias o tan lamentablemente desgraciada como para compadecerse de su propietario. Pues bien, no pretendo ni lo uno ni lo otro. Solo justificar el uso de este soporte para deciros las cosas que no puedo decir de viva voz cuando os convertís en auditorio. 

Disculpadme por esto. Por hacerlo así. Porque para alguien impulsivo y de nuevo temeroso, el papel sirve de parapeto, de escondite y de manta para no olvidar nada y para no decir nada inconveniente. No dejo de tener una personalidad esclava de la timidez y mendiga de cariño. Y como tal, mis miserias y yo hemos encontrado en las letras las cajas de cartón para crear una suerte de casa en la que guarecernos. Y de eso va esto: de amigos, auditorios, letras, luces y mucha timidez.

Eso es lo que quería contaros. Así es como llegué a esta ciudad. Mendigando cariño y escondida tras mi casa de cartón y papel. Pidiendo una aceptación que no encontraba en una vida anterior que tampoco viene al caso contar. No importa si fui cucaracha o mariposa, porque durante años huí de la realidad sumergiéndome cada tarde en libros que me hubiera gustado escribir y en 'manchurrones' de tinta sobre papeles mojados que no llegaban a ninguna parte. Hasta que os encontré.

Fuisteis apareciendo uno a uno. Primero fue un haz de luz en un pasillo, frente a una clase vacía. Después vinieron otras dos luces, justo delante. Poco después, otra más, que iluminó a una persona entonces pequeña en lustros, pero grande en espíritu. Más tarde, llegaron otras: en una reunión de amigos, en una redacción, al otro lado del charco... todo para no dejar que caminara a oscuras.

Fueron las primeras luces en una década plagada también de sombras. Pero no voy a lamentarme por eso. No rechazo los momentos de oscuridad. Han hecho que aprecie cada fotón que se desprende de las más de 20 luces que me acompañáis cada día, aunque cada una huya de sus propias sombras.

Nunca os hablé las que a mí me perseguían. Ni de los golpes que sacuden la conciencia cada vez que me equivoco de palabra o de dirección. No lo hice. Lo he evitado de la misma forma que he evitado contaros que, a veces, lloro a escondidas para luego poder reírme de todo.

Por eso, el día que tuve que colocarme ante vosotros, con todas vuestras luces enfocándome en medio de la oscuridad, no supe que decir y me hice pequeñita. Deseé poder escribir. Encerrarme en un rincón, para llorar mientras pongo sobre un papel todo lo que significa esta ausencia de soledad para mí. Porque eso es lo que nunca os dije: que vuestros minutos conmigo son la ausencia de ese sentimiento en el que me refugio para hacerme daño con los recuerdos.

Y creo que ha llegado el momento de agradecer y confesar. De agradecer cada instante de vuestro tiempo, cada sonrisa y cada pensamiento positivo. Incluso de daros las gracias por cada lágrima arrancada y derramada en mi presencia, precisamente porque hace mucho tiempo elegí que las mías fueran siempre solitarias.

Y también es tiempo de confesar que quizá no soy lo que creéis y lo que esperáis. De deciros las cosas que nunca os dije. Como que colonizo cada uno de vuestros triunfos y presumo de ellos. O de reconocer que los ostento con orgullo en vuestro nombre ante los ajenos, como si yo hubiera tenido algo que ver en la consecución del mérito, por absoluta vanidad.

Tampoco os dije que los malos tiempos, mi tristeza se alimenta de vuestras penas. Las fagocita, deseando que, de pura glotonería, sea yo la que cargue con el sobrepeso de una época aciaga.

Nunca os conté que todas y cada una de mis lágrimas tienen un porqué, pero prefiero callarlo. Ni que tengo envidia de vosotras, porque sois todo lo que siempre quise ser sin tener que esforzaros. También de vosotros, porque no tengo la gallardía de cantar a voz en grito, o de reconocer quién soy realmente aunque hacerlo me cueste una batalla sin cuartel contra el mundo. No soy tan valiente. Quizá por eso esto tampoco os lo dije.

Nunca me atreví a deciros que a veces, cuando me siento triste, os utilizo para comprimir el tiempo, para no dejar que las horas se estiren como una goma y me acaben atando a las preocupaciones.

No os conté que, cada vez que me presento ante vosotros, mi timidez vive del miedo a ser una decepción. Del pánico a no ser especial y sí diferente. A ser inaceptable como un reproche injusto. No os dije que se alimenta del pavor a no tener nada nuevo que aportar en un cónclave lleno de genios. Porque  eso es lo que sois para mí: un conjunto de sabios un poco locos que acabarán por crear escuela. Un haz de luz que acaba con la oscuridad, pero que hace que se generen otras sombras. Pero no os preocupéis por eso, los fotones son cosa vuestra; los puntos umbríos, de mi inseguridad.   

En cualquier caso, gracias por iluminar mis días y no cobrarme la factura. Me consta que ser tan brillantes no siempre os ha salido barato. 

Un besote a todos!! 

domingo, 28 de agosto de 2011

Cap. 41. Estatuas de sal o cómo perder el amor propio


Siempre tuvo miedo a llamar la atención. A vestirse de colores estridentes y a hablar por encima de la media. Siempre calló cuando le estaba permitido –e incluso aconsejado- hablar. Solo un susurro de asentimiento envuelto en una media sonrisa daba cuenta de su presencia. La perfecta anfitriona y compañera, decían de ella quienes querían aprovechar su hospitalidad. Y así era, porque mucho tiempo atrás el miedo a la soledad le hizo adoptar posturas imposibles, cual acróbata circense que salta y se retuerce intentando leer el tatuaje q tiene en la nuca. Ni un atisbo de rebeldía. Porque los rebeldes, decía su madre, se quedan solos.
Y así, un soleado día de mayo después de un monumental rapapolvo olvidó lo que quería ser y se fue transformando poco a poco en un puzzle, incompleto y lleno de defectos, de lo que todos querían que fuera.
Y empezó a diluirse, a perder color como un dibujo pintado con tiza en una acera bajo la lluvia. Como el maquillaje del payaso desolado que llora tras salir de la carpa donde hizo reír a otros.
Primero les tocó a los dedos de los pies, pero no le dio importancia, porque siempre le parecieron terminaciones absurdas. Luego fue el resto. Hasta el tobillo. Nadie lo notó, porque de tanto intentar que no se escuchasen sus pasos, el sonido se ausentó de su cuerpo. Y después las rodillas. Esas que olvidó flexionar cada vez que un pedazo de su dignidad caía al suelo, empujado por un desprecio airado de quien se aprovechaba de su generosidad. Tampoco entonces le pareció tan grave que su cuerpo se tornara de tonos grisáceos, perdiendo su lustre.
Entonces llegó al ombligo, que saltó hacia afuera, como empujado por un resorte interno: la apatía. Pero tampoco pudo verlo, porque estaba demasiado ocupada bajando la cabeza para ignorar la mirada altiva de aquella invitada –antaño su amiga- que le increpaba porque la temperatura del vino que había servido por su cumpleaños no era la adecuada para un crianza.
En ese momento, el pétreo gris comenzó a instalarse en sus manos, su cabeza y su cara. Ya no podía pensar, pero aún podía sentir angustia. Se estaba convirtiendo en la lápida de su propia integridad. Y esa especie de neblina plomiza comenzó a aprisionar la caja torácica. Desde el cuello, los brazos y el diafragma hacia el centro. Sintió que le faltaba el aire y que los pulmones comprimidos no lograban expandirse, pero, como siempre, prefirió resignarse y respirar suave, cada vez más levemente. Y el corazón, a pesar de todo, siguió latiendo, rebelde y solitario, muy solitario -recuerden-, como todos los rebeldes.
Y resultó que aquella losa en que se había convertido su cuerpo, ejerció de altavoz para que sus latidos se escucharan fuera del cuerpo. Primero despacio, luego acelerados por la falta de oxígeno. Desacompasados como la primera vez que la besaron. Como cada vez que soltaba una de aquellas estridentes carcajadas que hace mucho tiempo acalló para no volverse de un blanco luminoso. Porque el blanco es el color de la novia, y es de muy mal gusto robarle en protagonismo en su día y siempre era la fecha adecuada para otra, Incluso cuando le tocó a ella.
Pasó a su lado una vez más, queriendo ser la mujer perfecta y se sintió encoger. No la vio, porque ni siquiera quiso mirarla. Y ella quiso hacer callar al corazón, desbocado, encerrado en aquella jaula antediluviana que ella misma había construido.
Pero esta vez, aunque el resto de su cuerpo hubiera obedecido y se hubiera vuelto tan gris como el cielo que descarga sus iras sobre el garabato de tiza, el corazón no quiso. Y alguien, de pronto, lo escuchó, batiéndose en duelo con los sonidos de las copas entrechocándose, las risas inventadas y las disertaciones enológicas.
Puso una mano sobre su hombro. La miró y dijo algo que ella no pudo oír, pues la piedra, el gris, se había incrustado también en sus tímpanos. Pero sonrió. La miró y sus labios formaron una ‘c’ perfecta que miraba hacia las estrellas y, sin quererlo, se resquebrajo y dejó que la timidez se descascarillarse. Como si le arrancaran la piel. Y esbozó un amago de sonrisa. Una línea horizontal que le recordó más a la mueca tragicómica y un tanto tétrica del payaso.
Pero fue el primer paso para comprender que, para evitar convertirse en un arco iris, había dejado que el miedo le absorviera el ánima y la convirtiera en una estatua; bella pero inerte. Suerte que alguien, sin quererlo, la volvía a dotar de vida.
En ese momento se sintió como el árbol que cae inexorable en medio del bosque. Como ese que se desploma reconfortado porque hace ruido y hay alguien para escucharlo y certificar que sí, que efectivamente, los árboles también emiten un quejido al romperse antes de tocar el suelo.
Y lloró. Lloró de pena, de agradecimiento y quizá también de alegría. Con esa confusión de sentimientos que fue resquebrajando aún más la piedra. Volvía a sentir gracias a una mirada directa y compasiva que encerraba algo mucho más complejo. No era lástima lo que transmitían aquellas pupilas, era comprensión.

lunes, 10 de enero de 2011

Cap. 40. De juglares, trovadores y verdugos o cómo vender la conciencia


Había una vez un grupo de cuentistas y soñadores. De juglares modernos ataviados con un ordenador portátil y un sueldo que no permitía llegar a fin de mes. Soñadores desalmados que habían vendido su espíritu comprometido a cambio de unas cuantas visiones borrosas de la realidad que les convirtieran en amos y señores de lo contado y por contar.

Compraron 30 visiones por un alma, o 300, pero todas irreales. 30 apariciones fantasmagóricas que pretendían que les llevaran a la gloria, a ese olimpo del reconocimiento público que alimenta los egos pero no satisface metas más altas. Claro que nunca lo sabrían. O peor aún, lo descubrirían demasiado tarde cuando el alma ya no estaba dispuesta a regresar a la unión con una mente ajada, tan corrupta como lo estaba el mundo cuando aún eran demasiado inocentes para querer cambiarlo.

Alguno murió en el intento de modificar lo que hacía y lo que veía y otros acabaron su existencia sin haberlo intentado. Pero el mundo siguió girando. Siguió su curso, errando cada eón un grado más. Y ellos, una vez firmado el contrato basura, siguieron equivocándose con él. Eso sí, sin hacer caso al transcurso de los días y las noches y sin desandar un camino que nunca supieron cuándo comenzaron a recorrer porque necesitaban el plato de habichuelas. Al menos eso se decían a sí mismos para acallar esa punzada silenciosa que les atravesaba cada vez que volvían a condenar sin dudar un segundo de la culpabilidad de la víctima.

Me da de comer. La misma frase que cada tarde se repetía el verdugo antes de dejar caer el hacha una vez condenado el reo. "Yo no le he condenado, si está aquí, algo habrá hecho", se decía. Estar en el lugar equivocado en un momento decisivo no entraba en el cupo de posibilidades. La realidad, esa que se presentaba en 30 ocasiones, en 25 fotogramas por segundo para los más osados, es la que es. Y tras bajar el hacha, regresa a casa y da un beso de buenas noches a quien tiene cerca, sin saber que como él otros justicieros a sueldo podrían un día acabar con ese beso con la misma facilidad que lo ha hecho él con otros.

Camarillas de fantoches, de bufones que se reían las gracias seguían juntándose en aquella taberna. En aquel rincón en que otrora fumar no era un delito. Pero a parte de esa variación, de ese recorte libertario que les suponía a algunos, no tenían mayor tribulación que la de departir creyéndose amos de lo humano y lo divino del día uno al día 15 y llegar con sustento suficiente del día 15 al día 30 de cada mes.

Mientras tanto, como el verdugo, pero con distintas armas, fusilaban, sentenciaban a muerte los actos, los discursos y las visiones ajenas. También se disparaban entre ellos. A traición, por la espalda. De la misma forma que se robaban el plato sin esperar a que llegara la hora de la comida.

Por eso, aquel día en que Leocadio bajó a la taberna después de ajusticiar en Times New Roman a cuerpo 12 a aquel hombre -supuestamente maltratador- que había matado a su mujer al encontrarla en la cama con su amante, no se sorprendió de que el resto de los comensales se aferraran una vez más y con desconfianza, a aquel frugal plato de habichuelas que les servían para entretener el estómago día a día, sólo "hasta que pase la crisis".

Pero algo había cambiado. Conocía al reo y también la forma injusta en que le había puesto una etiqueta que le llevaba a pasar por el hacha del verdugo que besaba a sus seres queridos. Sabía que, hasta entonces, nunca había matado una mosca. Y por eso se le atragantó la comida. Se le atragantaron los baños de alabanzas que escuchaba entre quienes allí se sentaban. Y dijo no, intentando recordar dónde y en qué había gastado aquellas 30 monedas de plata.

Miró en la cara interior del bolsillo de la vergüenza y descubrió que aún tenía una. Quizá no fuera demasiado tarde. Y echó la vista atrás intentando encontrar la primera vez que gastó una de aquellas piezas pero sólo recordaba las más recientes. Una fue el precio que tuvo que pagar por salir en televisión contando una historia que ni tan siquiera había escrito. Sólo tuvo que leer y luego vomitar lo aprendido. Palabra por palabra. Soltó un discurso tantas veces repetido a posteriori que incluso llegó a creer que estaba allí para contarlo.
Otra la entregó cuando cambió aquel titular para que cuadrara con la historia que quería que los demás leyeran. Y otras tres más cuando volvió a repetirlo en tantas ocasiones que se convirtió en algo habitual para no ser, según creía, un paria, aunque sin pensarlo, se estuviera convirtiendo en un trovatore matinale, que en italiano chusco suena musical pero sigue siendo lo mismo: un cantamañanas.
Y entonces recordó. La primera la utilizó para comprar aquel puesto, para ser el becario que se quedaba tras el periodo de pruebas. Cuando utilizó su afilada lengua para arremeter contra todo bicho viviente y que el hacha cayera en sus manos. Pagó ese precio para comprar una posición. Por un sueldo un poco menos mísero. Aquel día soltó la moneda y se le subió a la mirada aquella pose de autosuficiencia que nunca desaparecería.
Sólo aquel día, cuando al soltar la moneda número 29 comprendió que el agujero de su bolsillo estaba apunto de llevarlo a la bancarrota y quiso soltar el peso del arma que tenía entre las manos. Pero mientras pensaba, soltó un momento el plato y en un segundo no quedaron más que las migajas.
Hambriento y herido, miró al tabernero y le envidió. Quizá aún estaba a tiempo. A lo mejor con esa moneda que le quedaba él también podía tener una taberna. Quizá aún podía ser él quien servía las lentejas y las habichuelas y no quien peleara por comérselas entre una panda de desalmados.
Pero en lugar de levantarse y de soltar el hacha, cerró la boca y metió su cuchara en el plato del vecino, olvidando al asesino de los amantes, aquella tarde en televisión, al verdugo y sin ver como la trigésima moneda se desvanecía y su alma desaparecía. Ya estaba listo para tener su propia película borrosa para la eternidad y dar el beso de buenas noches. Aquel día vendió por completo su espíritu y descubrió que la conciencia vale tan sólo 30 monedas de plata.